Aquí la autora deja su particular visión de la poesía. Por Rosario Rojas y Lucía Cuenya
Imágenes de la cubierta de Cuarto oscuro de Véronica Ruscio,
Le pedimos una entrevista y ella accede. Pese a la distancia
dice que sí, que le encantaría. Y le enviamos las preguntas. Por mail, claro. Porque
Verónica vive en Buenos Aires, lugar en
el que también ha nacido y desde el cual escribe una poesía que mira y desentraña
el mundo con delicadeza. De ello da cuenta Cuarto
oscuro —su primer poemario editado por El Mono Armado el año pasado— y Poesía es revelación —el blog donde
publica poemas, reseñas, comentarios, cuentos breves, música—.
Verónica trabaja la palabra incansablemente. Se nota en su
poesía. Y en otras cosas. Además de poeta es correctora literaria y redactora.
Y dirige un taller de cuento y poesía. Actividades en las que la palabra siempre se
trabaja junto al otro, y con los otros. De ese trabajo hablamos
a continuación.
¿Qué te motivó a
dedicarte a la poesía?
No lo sé. Necesidad tal vez... Un día, de niña, leí un poema
y me pareció que era algo grandioso, entonces quise hacer yo algo parecido,
experimentarlo, probar si a mí también me salía. Probé y me gustó, y se volvió
una necesidad. Lo que sentí fue inigualable. La poesía, así como cualquier otra
actividad relacionada con la escritura, es una búsqueda de la forma y de las
palabras justas. Los poetas son algo así como traductores de ideas. El desafío
es plasmarlas, elegir la manera. Y esa búsqueda me apasiona. A veces estoy
meses con una idea en la cabeza, una imagen, un verso… Cuando encuentro la
forma o las palabras, la felicidad es tan intensa que siempre quiero más.
¿Cuál fue el primer
poema que escribiste?
¡Ah, me avergüenzo! Mi primer poema se tituló «La
primavera». Era un texto cursi y que, prácticamente, era un plagio de otro
poema que había leído en una sección para niños del periódico La Nación. Es uno de los pocos textos
míos que puedo recitar de memoria, pero de nada me sirve porque tiene poco o
nulo valor literario. Sí tiene valor para mí y para mi propia historia: gracias
a ese poema, me animé a seguir experimentando y terminé dedicándome a este
género.
¿Qué cosas pueden
convertirse en un poema?
Todo. Es un mito que haya temas más propios que otros para
la poesía. Es cierto que muchas personas piensan que solo el amor o las flores
o la muerte puedan convertirse en poesía, pero no es más que un mito. Cuando me
toca hablar sobre este tema en algún curso o taller literario, siempre tengo
dos ejemplos a mano. Uno es el inmenso poema de Joaquín Giannuzzi titulado «Lluvia
nocturna detrás de la estación de servicio». En él, Giannuzzi logra
traducir la belleza que hay en la combinación de hierros retorcidos, grasa, cosas
despanzurradas y líquidos en un basural ubicado detrás de una estación de
servicio. El texto, algo intrincado, es estupendo. Abre la cabeza. Giannuzzi,
de alguna manera, te enfrenta a todos los prejuicios que puedas tener sobre la
poesía y te hace ver de una manera nueva. El otro ejemplo son las odas de Pablo
Neruda. Muchas de ellas están dedicadas a objetos atípicos, «antipoéticos»: una
campana rota, un plato, unas papas fritas. De hecho, su «Oda a las papas fritas» es uno de
mis poemas preferidos justamente por la temática y por su tremenda sencillez. Y
lo más simpático es que, cada vez que lo leo en clase, se repite la misma
situación: algún alumno se va tentado y ese mismo día se fríe unas papas.
¿Qué poetas y
narradores fueron determinantes en tu vida?
Neruda me abrió los ojos. Recuerdo que, de adolescente, leía
los sonetos de amor que le escribió a Matilde, su mujer. Se los leía a mis
compañeras de escuela y nos reíamos tontamente porque en ellos escribía que
estaba hecha de madera y que era fea y que tenía el cabello desordenado… Algo
impensable para nosotras en un poema amoroso. ¿Quién quiere que le digan fea y
despeinada? Pero el tiempo me hizo ver esos poemas de otra forma: Neruda
compara a Matilde con materias primas, que están en la naturaleza, la compara
con el mundo natural (que ha estado en el mundo desde siempre), con materiales
nobles como la madera, que viene de los árboles. Le dice fea y hay una gran
honestidad en escribirlo de ese modo. La belleza de Matilde —que, aclaremos,
era una mujer muy bella a mi juicio— no era superficial, no estaba en llevar el
pelo planchado o tener puestos tales o cuales aros. Neruda la veía de manera
completa, la veía como una verdadera compañera, era más que un cuerpo, era algo
tan necesario para él como los árboles y el mar. También puedo mencionar a Alejandra
Pizarnik, al Teuco Castilla, a Oliverio Girondo. Y en la narrativa, me marcaron
especialmente los rusos Dostoievsky y Tolstoi. Tolstoi es un gigante que admiro
locamente. Sus obras están vivas. Es imposible leerlo y seguir igual. Te cambia
para siempre.
¿Cuáles son tus
escritores favoritos?
Oliverio Girondo es, para mí, un poeta necesario, un genio.
Sus juegos con el sonido no tienen parangón. El poema «Mi lumía» es un regalo
para toda la humanidad, se ganó el cielo solo por escribirlo. El Teuco Castilla
es otro de mis favoritos, uno de los grandes poetas vivos argentinos, muy
ligado a la naturaleza. Es un gran recitador además y es un placer escucharlo decir
sus poemas; tiene una voz grave, profunda, aguardentosa. ¡También nuestro
querido Atahualpa Yupanqui! ¿Cómo olvidarlo? Sus letras son únicas y, sobre
todo, sencillas. Escribió para todo el pueblo. También sigo la producción de
Laura García del Castaño, poeta cordobesa, que tiene una manera de decir muy
profunda, pero también muy delicada, algo difícil de combinar. En cuanto a
narrativa, Tolstoi es mi preferidísimo.
¿Creés que la poesía
debe dejar alguna enseñanza?
No. Concibo la poesía como un género libre de todo
utilitarismo. Es un género libre y punto; no debemos atarla a ningún fin ajeno
al arte mismo.
¿Qué es lo que más te
gusta y qué no de la poesía?
Me gustan los grandes recitadores de poesía. Es una fiesta
cuando un autor sabe recitar sus propios poemas, cuando sabe darles vida en la
oralidad. En el sonido, en la palabra dicha, pronunciada, la poesía hunde sus
raíces. Eso es lo lindo de los encuentros de poesía. Ahora, ¿qué no me gusta?
Esa es una pregunta difícil… De la poesía me gusta todo, pero del contexto me
molestan algunas actitudes, que también se viven en algunos encuentros de
poesía. Hay personas que se creen más que otras solo por escribir poesía y eso
me indigna. Yo escribo poesía, otras personas tejen punto arroz y otras saben
hablar en público. Son habilidades que uno va perfeccionando y que no nos hacen
mejores o peores personas solo por tenerlas. Sí, ya sé, recién dije que
Oliverio Girondo se ganó el cielo solo por escribir un poema, pero es una forma
de decir, una forma exagerada de admirarlo. En definitiva, el cielo, si es que
existe, se gana por la conducta que uno tiene, escriba, limpie casas o maneje
un colectivo.
Si pudieras elegir solo
un poema de tu producción, ¿con cuál de ellos te quedarías? ¿Y si tuvieras que
escoger el de otro poeta…?
En este momento, en que estoy viviendo mi primer embarazo,
elijo mi poema «Fertilidad»,
que le escribí hace poco a Julia Ema, mi hija por nacer. Me costó mucho
escribírselo, especialmente porque ya había hablado de la maternidad en otro
poema, «Mamushka»,
y no quería repetirme.
¿Y el de otro poeta? Mm… ¿Uno solo? ¡Habiendo tantos y tan
buenos…! Bueno, me tiro a la pileta. Pienso en Borges. De él, me gusta mucho
«El general Quiroga va en coche al muere». La estructura es perfecta, el uso de
adjetivos… Todo, todo. No digo nada nuevo, claramente. Borges es palabras
mayores siempre. Por eso, si tuviera que ir a una isla desierta con un poema
ajeno dobladito en un bolsillo, seguramente me iría con un poema de Borges. Con
solo ese poema, me aseguraría un espejo, una biblioteca y un laberinto para
entretenerme…
LA TÍA INÉS
La veo. La tía Inés está en los estantes.
Primero la Biblia
un elefante con dinero enrulado
para hacer fortuna
el primer cisne tornasolado de la colección
que empezó de aburrida nomás
el rosario para rezar
por un novio
por la salud de la viejita
por su almita que descanse en paz
por los achaques en la espalda
por las chicas de la parroquia
el suvenir de tu bautismo, mi querido Juan
una postal traída directamente de La Falda
en el verano del sesenta y uno.
La tía Inés ahora tiene un séquito de cisnes.
No dejan plumas por el piso, eso es lo bueno.
No prueban bocado, pero ya quisiera...
Ella les pide
coman y beban de mí
pero sus pechos están secos y arrugados.
La tía Inés anda en patines por la casa
no quiere dejar marca
pero el estante.
La tía Inés usa el teléfono todos los jueves.
Va a la mesita, levanta el tubo y llama a María.
Te paso a buscar, querida. ¿Estás lista?
Y van del brazo, con sus escapularios.
La tía Inés usa rodete.
Encauza diariamente el pelo blanco sobre la nuca.
Lo endereza
igual que a sus cisnes
con las manos que no son las mismas
y se retuercen.
La tía Inés ha muerto.
La llevamos a tierra, como quería.
Las amigas y yo caminamos en manada
ellas inclinan los cuellos largos y blancos
sobre los pañuelos
y lloran un lago.
El cajón es livianísimo.